Mi pequeño hijo ya comienza a pasar por las temidas rabietas. Digo temidas porque muchos nos advierten sobre esos momentos en que nuestros hijos se nos tirarán al suelo llorando y pataleando en medio de un paseo pidiéndonos algo que no podemos darles o no debemos darles. Y no nos imaginamos el cómo podemos responder a eso, unos te aconsejan que no puedes doblegarte ni mostrar debilidad, por lo que sea como sea debes llevártelo aunque sea en medio de gritos y patadas. Otros te aconsejan ignorarlo, dejarlo que llore, que patalee, que la gente lo vea como se arrastra y uno seguir como si nada, no lo mires, no les respondas, que sólo harás que sienta que está logrando algo.
Mi idea (y claramente no es que surja de mí) es que lo adecuado y conveniente no sería ni lo uno ni lo otro. Ni obligar o presionar ni tampoco ignorar. La clave está en permanecer calmados y acompañar.
Las pataletas y rabietas son parte del desarrollo normal de los niños. Están aprendiendo a convivir con una serie de emociones desconocidas para ellos. Si algo no les resulta se enojan con ello, se frustran. Si los adultos les hacemos cosas que ellos no entienden por qué y les desagradan, también se enojarán y pegarán o llorarán o gritarán (lo que les sea posible). Todo eso en ellos es normal.
Lo que no debería ser normal es que nosotros los adultos reaccionemos de igual forma con ellos. Que en cuanto ellos nos griten nosotros también les gritemos, que si ellos nos pegan o tiran el pelo, nosotros también les respondamos así. No debería ser normal que el adulto responsable, maduro y grande, se desespere y termine gritando, golpeando o ignorando a un niño.
Los adultos deberíamos responder como adultos maduros que nos creemos. Con mucha paciencia, tranquilidad, buenas palabras, buen trato, entendiendo que es el proceso natural que vivirá todo niño que va haciéndose persona adulta poco a poco. Deberíamos tener la capacidad de ir más allá de nuestras emociones porque deberíamos a estas alturas saber controlarlas o expresarlas de otro modo en otro lugar en otro tiempo.
Pero no. Los adultos no somos realmente así. Estoy segura que a la mayoría de nosotros nos criaron con un par de gritos o muchos de ellos. Muchas veces quizá nos ignoraron cuando pedimos algo. A otros les golpearon con una correa o una cachetada o una patada. A la mayoría de nosotros no nos escucharon cuando llorábamos por algo que queríamos, necesitábamos o por alguna rabia que sentíamos y no sabíamos expresar. A muchos de nosotros nos dijeron “se hace así porque yo digo” sin más explicación. De muchos de nosotros se burlaron por tirarnos al suelo a pedir un juguete. Sé de algunos que metieron a la ducha fría cuando ya no sabían cómo controlar el llanto o la pataleta. Etc…
Pasaron los años, crecimos, nos seguimos riendo, hicimos amigos, tuvimos pololos, algunos ya nos casamos, otros aún no, algunos tuvimos hijos, otros no, algunos se desarrollan exitosamente como profesionales, otros aún están en otra. Creemos que todo lo vivido en esa infancia tan lejana es simplemente “parte de…”, una anécdota de la vida. No nos sentimos traumados ni muy afectados.
La mala noticia es que todo eso que recordamos más o menos sí que nos afecta, sí que nos persigue hasta el día de hoy. La mayoría de nosotros camina día tras día con las heridas en la mente y en el corazón sin darse cuenta. La mayoría de nosotros seguimos riendo a pesar de que se nos hizo un daño en los primeros años de nuestra tierna infancia. Y no es que los que nos cuidaron y criaron fueron todos malos y crueles, solo que al igual que nosotros, es como aprendieron a que funcionaba la vida, pensaron que solo así se podía criar y formar personas de bien, pensaron y creyeron que ignorando, golpeando o ridiculizando a ese niño, lo harían más grande, más fuerte o en el mejor de los casos, ni se acordarían después, así que “qué tanto?”.
Y dentro de esa gran mayoría, hay muchos que llegamos a un punto en que somos conscientes de ese dolor, de ese daño, de esa herida y decidimos enfrentarla porque deseamos hacer un cambio, no solo en nuestras vidas sanándolas sino que sobre todo en las vidas de los que nos han de seguir, nuestros hijos, nietos y generaciones venideras.
Enfrentar, asumir, aceptar y convivir con esa herida no es fácil, pero es necesario si queremos cambiar la forma en que percibimos la vida y la forma en que amamos y criamos a nuestros hijos.
Para mí es un gran esfuerzo tener paciencia y amar cuando quiero gritar y abandonar. Pero como ya he sido confrontada con esa vieja herida, ese daño que me hicieron sin querer, sin saber…decido, rabieta tras rabieta, que no quiero lo mismo para mi hijo. Sin duda fallaré muchísimas veces. Algunas veces gritaré, otras veces quizá mandaré a la pieza o haré/diré alguna cosa que no me hubiese gustado hacer/decir. Pero pretendo que esas veces solo se vuelvan excepciones y que lo recurrente, lo normal, lo típico en mí sea amar, sea mostrar paciencia, tolerancia, sea abrazar, acompañar, contener, guiar, tratar bien, enseñar.
Que cuando mi hijo se vuelva un adulto, no recuerde que su mamá una vez lo metió a la ducha para que se calmara, que no recuerde que su mamá lo dejó llorando solo en una juguetería porque quería un auto que ella no le podía comprar, no quiero que recuerde anecdóticamente y para la risa que su mamá se reía con sus amigas del show que él hacía al no querer irse de los juegos de la plaza pataleando. No quiero que mi hijo tenga en su memoria golpes propinados por su madre porque perdió la paciencia, no quiero que mi hijo recuerde que lo obligaba a comer toda la comida. No quiero que recuerde gritos de sus padres porque no entendió a la primera. No quiero que recuerde que lo obligaba a dormirse a las 9 de la noche. No quiero que mi hijo tenga heridas que pude haberle evitado solo si me hubiese calmado, si hubiese tenido más paciencia, si me hubiese hecho apoyar, si me hubiese sanado yo primero de mis heridas, si yo hubiese decidido amar en vez de golpear.
Es necesario mirar para atrás y allí encontrar tantas respuestas del por qué soy como soy, del porqué reacciono así, del porqué me molesta tanto esto, del porqué respondo de esta manera, de porqué me cuesta amar o perdonar, de porqué me exalto con facilidad o de porqué soy sumisa y no me defiendo o del porqué tengo una vida que no me satisface. Tantas cosas que nos podríamos responder si mirásemos hacia atrás, a esas viejas heridas, esas historias que contamos como “parte de…”, esas anécdotas que no sabemos si son para reír o llorar.
Es necesario no solo que miremos, sino que confrontemos, asumamos y sanemos. Sanar es el primer paso para luego transformarnos en agentes de cambio. Cuando nos vamos sanando somos capaces de amar más y de amar saludablemente. Cuando estamos sanos es que podemos conformar una familia, traer hijos a este mundo, criar. Antes no deberíamos, porque no solo nos haríamos daño a nosotros mismos, sino que a toda una serie de generaciones de personas.
Sanemos nuestros corazones para que podamos amar a nuestros hijos de la forma en que nos hubiese gustado que nos amaran a nosotros cuando teníamos su edad.